En pleno siglo XXI, cuando la inteligencia artificial supera límites,
cuando hablamos de salud mental en las empresas, de sostenibilidad, inclusión y
propósito, aún hay un ámbito donde el pensamiento tradicional se resiste a
evolucionar: la gestión de edificios.
Durante años, nos hemos referido a ellos como activos, como
infraestructuras, como “centros de costo”. Hemos optimizado sus sistemas
mecánicos, automatizado sus controles, y trazado KPIs que miden su eficiencia.
Pero… ¿y si estamos olvidando algo más profundo?
Y si los edificios respiran? Alucina que su sistema HVAC sean los
pulmones que oxigenan la experiencia. Que su sistema eléctrico y BMS sean el
sistema nervioso que conecta sus sensaciones. Que el mantenimiento predictivo
es su sistema inmunológico, anticipando dolencias y evitando crisis.
Desde un hotel hasta una clínica, el entorno físico no solo soporta las
operaciones: las define emocionalmente. La neuroarquitectura ya demuestra que
el diseño incide directamente en el estado mental de quienes lo habitan...
Cuando los equipos técnicos están motivados, reconocidos y conectados
emocionalmente con su entorno, la eficiencia aumenta. Un edificio no solo
responde a comandos digitales, sino también a la calidad energética de quienes
lo operan. La empatía técnica se convierte así en una variable de gestión.
Por otro lado, un edificio ecológico no es solamente el que consume
menos energía, sino el que coexiste inteligentemente con su entorno. La IA nos
permite que sistemas aprendan de la luz natural, de los patrones humanos, y que
regulen su comportamiento como lo haría cualquier ecosistema.
Sin embargo, hay un componente emocional que falta: el compromiso.
Cuando las personas sienten que separar residuos, cuidar la infraestructura o
reportar fallas tiene un efecto tangible y positivo, el ciclo de sostenibilidad
deja de ser solo técnico: se vuelve emocional y participativo.
Además, aplicar principios de economía circular en mantenimiento,
rediseñando ciclos de vida de equipos, reutilizando piezas, reinventando
materiales, lleva a los edificios hacia una lógica más regenerativa.
Y en cuanto al tema de la inclusión en infraestructura, no debe ser
solamente rampas o señalética. Un
edificio realmente inclusivo escucha activamente a sus usuarios, reconoce sus
diferencias cognitivas, sensoriales, generacionales y culturales, y en ese
sentido debe estar preparado para
personas neurodivergentes por ejemplo; por lo que se hace indispensable considerar
el confort auditivo y lumínico para todos.
El Facility Management inclusivo no se limita al cumplimiento de
normativas, sino que anticipa y adapta, democratiza el espacio físico y lo
convierte en lugar de pertenencia.
Ya no basta con saber ingeniería, administración o gestión de activos.
El profesional moderno de Facility Management es —o debe ser— una figura
multidisciplinaria, que entiende tanto de tecnologías emergentes como de
emociones humanas.
Debe interpretar datos y también estados de ánimo. Debe hablar con
sensores y con personas. Debe cuidar sistemas técnicos y motivar equipos
operativos. En otras palabras, es el terapeuta funcional del edificio.
Los edificios no son activos estáticos. Son ecosistemas emocionales,
sociales, tecnológicos y ecológicos que necesitan una nueva conciencia de
gestión. Hacerlos eficientes ya no es suficiente. Hacerlos vivientes,
inclusivos y sostenibles es el reto.
El siguiente paso en Facility Management no está en una nueva
herramienta ni en otro software. Está en nuestra capacidad de entender que los
edificios sienten, y que también nos enseñan.